EL ESPÍRITU SANTO - Luis María Martínez
LIBRO BREVE O COMPENDIO
INTRODUCCION
Considerando que estos temas constituyen
un conocimiento necesario para quienes profesamos la fe católica, he
decidido adaptarlo a la serie de libros
publicados por mi persona en mi blog personal y así poderlo difundir entre mis
allegados. Solo he incorporado algunas figuras alegóricas y la
presentación característica de mis
ediciones.
Debo confesar que existen temas que en
esta etapa de mi vida he querido ahondar, este es uno de ellos, además de las
Virtudes Teologales y del Santísimo Sacramento del Altar que también recibirán
este mismo trato. Recuerdo que he escrito antes temas religiosos como "La Casa de Dios" (San Benito Abad), "Iglesias y Capillas de mi pueblo" y "Testimonio de un Peregrino" en Jerusalen.
NESTOR GERMAN RODRIGUEZ
A MANERA DE
PROLOGO
Ponemos
a disposición del lector esta primicia de CATOLICIDAD: Un excelente compendio
del libro "El Espíritu Santo", obra cumbre de Mons. Luis María
Martínez, quien fuera obispo mexicano y Arzobispo Primado de México
(1937-1956), trigésimo segundo sucesor de Fray Juan de Zumárraga y custodio de
la venerada imagen de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac. Actualmente se
encuentra en proceso de beatificación y es llamado popular y afectuosamente
como "el santo del Espíritu Santo", aun cuando no está canonizado.
Precisamente
su devoción por la tercera persona de la Santísima Trinidad le llevó a escribir
esta obra llamada precisamente así: "El Espíritu Santo". Este libro,
muy bien escrito y excelentemente explicado, consta originalmente de 475
páginas, pero gracias a la labor del Dr. Héctor Guiscafre Gallardo que realizó
recientemente el presente compendio de poco menos de 50 páginas de texto más
cuadros sipnóticos y algunas páginas en blanco como separadores, alcanza apenas
las 68.
La
obra consta de cuatro partes y finaliza con el índice temático. Vivamente la
recomendamos a todos nuestros lectores que podrán leerla en este blog o, para
mayor comodidad, si lo desean, imprimirla.
El
apasionante tema del Espíritu Santo, siendo tan vital para nuestra fe, es uno
que por lo general es poco profundizado por la mayoría de los católicos; este
compendio permitirá subsanar esta situación a muchos sin necesidad de leer la
obra completa de Mons. Luis María Martínez.
Sin
duda, si lo lees, te enamorarás del Espíritu Santo y comprenderás mejor a la
tercera persona de la Santísima Trinidad, gracias a la sabiduría de su autor y
a la labor del compendiador.
CATOLICIDAD
se enorgullece de presentar esta primicia en internet.
INDICE TEMÁTICO
Portada
Introducción
A
manera de Prólogo
Nota
del Compendiador
Parte
I. La verdadera devoción al Espíritu Santo
1.1
Mirada de conjunto
1.2
El dulcísimo huésped del alma
1.3
El Director supremo
1.4
El don de Dios
1.5
El ciclo Divino
1.6
La moción del Espíritu Santo por los dones
1.7
La correspondencia del alma al Paráclito
1.8
Ejercicio de las virtudes teologales
1.8.1 Aspectos generales
1.8.2 La Fe
1.8.3 La Esperanza
1.8.4 La Caridad
1.9
Seguir las inspiraciones del Espíritu Santo
1.10
Que se haga la voluntad del Padre
1.11
La Cruz
1.12
Recapitulación de la primera parte
Parte
II. Los siete dones del Espíritu Santo
2.1
Aspectos generales
2.2
El don del Temor de Dios
2.3
El don de Fortaleza
2.4
El don de Piedad
2.5
Los dones intelectuales.
2.6
El don de Consejo
2.7
El don de Ciencia
2.8
El don de Entendimiento
2.9
El don de Sabiduría
Parte
III. Los doce frutos del Espíritu Santo
3.1
Aspectos Generales
3.2
La Caridad, el Gozo, la Paz
3.3
Paciencia y Longanimidad
3.4
Bondad, Benignidad, Mansedumbre y Fe
3.5
Modestia, Continencia y Castidad
3.6
Conclusiones
Parte
IV. Las ocho bienaventuranzas.
4.1
Aspectos generales
4.2
Primera Bienaventuranza
4.3
Segunda Bienaventuranza
4.4
Tercera Bienaventuranza
4.5
Cuarta Bienaventuranza
4.6
Quinta Bienaventuranza
4.7
Sexta Bienaventuranza
4.8
Séptima Bienaventuranza
4.0
Octava Bienaventuranza
NOTA DEL COMPENDIADOR
Introducción:
“La vida cristiana es esencialmente
amor. El amor que el Espíritu Santo derrama en las almas, en forma de virtudes
y dones”.
Para ti, que no tienes tiempo o hábito de leer libros tan
extensos me he permitido hacer un compendio del libro y he logrado reducir de
475 a 50 páginas. El 99% del escrito es original del autor, de Mons. Martínez,
yo sólo he escogido los párrafos que me han parecido más importantes,
específicos del tema y no repetitivos o redundantes y he escrito pequeñas
frases para darle ilación. Ahora lo ofrezco a ti lector de pequeños libros o de
libros compendiados, con el interés de que te sea útil y que conozcas más y te
enamores, como a mí me ha sucedido, del Espíritu Santo. En el caso de que
consideres que este compendio o libro breve te ha sido útil, te agradeceré que
lo difundas entre tus conocidos.
El compendiador: Héctor Guiscafré Gallardo
1. LA VERDADERA DEVOCIÓN AL ESPÍRITU SANTO.
1.1 Mirada de conjunto
La vida cristiana es esencialmente amor. La caridad que el
Espíritu Santo derrama es forma de todas las virtudes y los dones; es un amor
ordenadísimo, pues la virtud, según la bella y profunda frase de San Agustín,
es “el orden en el amor”. Y ese orden es fruto de la luz, de la verdad
dogmática; así enseña Santo Tomás de Aquino: “Propio de la sabiduría es
ordenar”.
La vida cristiana es la reproducción de Jesús en las almas, y
la perfección, que es una reproducción fidelísima, consiste en la
transformación de las almas en Jesús. Es conocidísima la frase de San Pablo:
“Vivo, ya no yo, sino Cristo vive en mí”.
1 Y aquella otra del mimo apóstol: “Nosotros, que
contemplamos la gloria del Señor, nos transformaremos en su imagen de claridad
en claridad”.
2 Ahora bien: ¿Cómo se realizará esta mística reproducción de
Jesús en las almas? El Credo nos lo enseña con concisión y precisión:
“Fue concebido por obra del Espíritu Santo, de María Virgen”.
Así es concebido siempre Jesús, así se reproducen las almas;
es siempre el fruto del cielo y la tierra; dos artífices deben concurrir en
esta obra divino-humana, el Espíritu Santo y la Virgen María, porque son los
únicos que pueden reproducir a Cristo. Así, dos son los santificadores
esenciales de las almas: el Espíritu Santo y la Virgen María
El primero es santificador por esencia, porque es Dios, la
santidad infinita, porque es el Amor personal que consuma, por decirlo así, la
santidad de Dios, consumando su Vida y su Unidad y porque a Él corresponde
participar a las almas el misterio de aquella santidad. La Virgen María es tan
solo cooperadora, pero instrumento indispensable en los designios de Dios. Del
influjo material que tuvo María en el cuerpo real de Cristo se deriva el
influjo que tiene en ese cuerpo místico de Jesús. Que en todos los siglos se va
formando hasta que al fin de los tiempos se eleve a los cielos, bello y
esplendido, consumado y glorioso. Pero los dos –El Espíritu Santo y María- son
los indispensables artífices de Jesús, los imprescindibles santificadores de
las almas. Cualquier santo del cielo puede cooperar a la santificación de un
alma; pero su cooperación ni es necesaria, ni profunda, ni constante; en tanto
que la cooperación de esos dos artífices de Jesús, de quien venimos hablando,
es tan necesaria, que sin ellas las almas no se santifican, dados los actúales
designios de Dios. Esta cooperación es tan íntima que llega hasta las
profundidades del alma; pues el Espíritu Santo derrama la caridad en nuestros
corazones. Hace de nuestra alma un templo y dirige nuestra vida espiritual por
medio de sus dones. La Virgen María tiene eficaz influjo de medianera en las
más hondas y delicadas operaciones de la Gracia en nuestras almas. Tal es el
lugar que en el orden de la santificación corresponde al Espíritu Santo y a la
Santísima Virgen. Y la piedad cristiana debe poner en su lugar a estos dos
artífices del Cristo, haciendo de ellos algo necesario, profundo y constante.
1.2 El dulcísimo huésped del alma
Empecemos con una semejanza: Había un gran artista, un gran
escultor muy exigente con su trabajo. ¡Cuántas veces, bajo el influjo de la
inspiración, le ha parecido demasiado tosco el cincel y grosera la materia en
la quiere exteriorizar su pensamiento reproduciendo los finos matices de la
imagen que cautiva su alma! ¡Cuántas veces desea unirse al mármol con unión
estrecha y compenetrarlo, como si fuera parte de su alma, modelarlo a placer,
como plasma en sus sueños el ideal que ama! Así concibo la obra santificadora
del Espíritu Santo, artista de las almas: ¿No es la santidad el arte supremo?
Dios no tiene sino un hijo. Ese hijo suyo es Jesús. El Espíritu Santo ama a
Jesús más pero mucho más que el artista a su ideal supremo. Ese amor es su ser,
porque el Espíritu Santo es el amor único, el amor personal del Padre y del
Verbo. Con divino entusiasmo se acerca a cada alma, soplo del Altísimo, luz
espiritual que puede fundirse con la luz increada, esencia exquisita que puede
transformarse en Jesús, reproduciendo el ideal eterno. Por esto la primera
relación que tiene el Espíritu Santo con las almas es la de ser el dulce
huésped de ellas. Como invoca la Iglesia al Espíritu Santo en la prosa
inspirada de la Misa de Pentecostés.
Más quiero llamar la atención sobre el hecho de que la Santa
Escritura atribuye de manera espiritual esta habitación de las almas al
Espíritu Santo. Y no es de manera transitoria como viene a nosotros el Espíritu
Santo; no es el huésped pasajero que nos visita y se va; sino que establece en
nosotros su morada permanente y vive en íntima unión con nuestras almas, como huésped
eterno. Así nos lo prometió Jesús en la última noche de su vida mortal:
“Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que
permanezca con vosotros para siempre el Espíritu de verdad que el mundo no
puede recibir, porque permanecerá con vosotros y estará con vosotros”.
3 ¿Por qué se atribuye al Espíritu Santo esta habitación de
las almas? Porque es obra del amor; Dios está en nuestras almas de manera
especialísima porque nos ama. Por consiguiente la razón profunda de que Dios
habite en nosotros, de que El permanezca en nosotros y nosotros en Él, es el
amor. El amor de Dios que desciende hasta las profundidades de nuestras almas,
el amor que por sus exigencias irresistibles atrae al Dios de los cielos y lo
cautiva con los vínculos de la caridad. Son esos dos amores que se buscan, que
se encuentran, que se difunden en la divina unidad; es por parte de Dios el
Espíritu Santo que se nos da y por parte nuestra debe ser la caridad, a imagen
del Espíritu Santo, que no puede separarse del divino orden. En el orden
sobrenatural el amor lleva a la luz: el Espíritu Santo nos conduce al Verbo y
por el Verbo vamos al Padre, en el que toda vida se consuma, y todo movimiento
se convierte en descanso y toda creatura halla su perfección y su felicidad:
porque todas las cosas se consuman cuando vuelven a su Principio.
1.3 El Director supremo
El huésped dulcísimo del alma no permanece ocioso en su
santuario íntimo. Como es fuego y amor –ignis, caritas, según la Iglesia lo
llama- apenas toma posesión del alma, extiende su influencia bienhechora a todo
ser humano y comienza con divina actividad su obra de transformación. Como el
conquistador que al tomar posesión de su reino pone en cada ciudad quienes
ejecuten sus órdenes y sean como los órganos de su acción en el gobierno de lo
que ha conquistado, así el Espíritu Santo, amoroso conquistador de las almas,
pone en cada una de las facultades humanas, dones divinos, para que todo hombre
reciba, por sus inspiraciones santas, su influjo vivificante. En la
inteligencia, facultad suprema del espíritu de la que irradia la luz y el orden
sobre todo ser humano, infunde los dones de sabiduría, de entendimiento, de
consejo y de ciencia. En la voluntad, el don de piedad y en la región inferior
de los apetitos sensibles pone los dones de fortaleza y temor de Dios. Por
medio de los dones, el Espíritu Santo mueve a todo hombre, se convierte en
Director de la vida sobrenatural, más aún es alma de nuestra alma y vida de
nuestra vida. El Maestro íntimo de las almas es el Espíritu Santo; así nos
lo enseñó Jesús en el sermón de la
última cena: “El Paráclito Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él
os enseñará todas las cosas y os sugerirá todo lo que yo he dicho.”
San Pablo expresó muy bien esta acción del Espíritu Santo
en las almas con estas palabras: “Todos lo que son movidos por el Espíritu de
Dios son hijos de Dios.”
Y con ellas, el Apóstol
señala un nexo misterioso entre la moción del Espíritu Santo y la divina
filiación. Por el Espíritu Santo nos hacemos hijos de Dios y porque somos
hijos, somos movidos por el Espíritu de Dios. Porque somos hijos, somos
herederos y nadie puede llegar a la herencia de aquella tierra de los
bienaventurados sino es movido y guiado por el Espíritu Santo. Así lo enseña
Santo Tomás quien interpreta en ese sentido las palabras del salmista: “Tu
espíritu bueno me conducirá a la tierra recta”.
6 Esta dirección íntima de nuestras almas, realizada por el
Espíritu Santo, es algo profundamente enlazado con nuestra vida espiritual, es
algo que esta vida exige esencialmente, así como nuestra vida natural exige la
moción en nuestra alma y por consiguiente: El Espíritu Santo es con verdad el
alma de nuestra alma y la vida de nuestra vida.
1.4 El don de Dios
El Espíritu Santo no vive en nosotros únicamente para poseernos por su dulce presencia y por su divina acción; vive también para ser poseído por nosotros, para ser nuestro. ¡Qué tan propio del amor es poseer como ser poseído! Es el don de Dios por excelencia, y el don, que es de quien lo da, se convierte en posesión de quien lo recibe. El don de Dios es nuestro don por el prodigio del estupendo amor de Dios. Aunque también se dice en los libros Santos que Dios nos dio a su hijo, el nombre de don tiene un sentido propio o particular del Espíritu Santo. Propio del amor es dar dones, pero su primer don, don por excelencia, es el amor mismo. El Espíritu Santo es el amor de Dios, por eso es el don de Dios. El don mismo de su hijo nos lo hizo Dios por amor, y por consiguiente aún ese don inenarrable es el primer Don, el Don por excelencia, el amor de Dios, el Espíritu Santo. Esta inefable intimidad la tiene el alma que está en gracia, con las tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad; más la primera intimidad es con el Espíritu Santo, porque es el primer don. No quiere decir esto que se pueda poseer una persona divina sin poseer las demás, pues son inseparables; pero, según el orden de apropiación, la razón de poseer al Padre y al Hijo es que poseemos al Espíritu Santo, que es el primer don de Dios. La posesión es el ideal del amor, la posesión mutua, perfecta e inadmisible. Dios al amarnos y permitir que le amáramos satisfizo divinamente esta exigencia del amor: quiso ser nuestro y que nosotros fuéramos suyos. Podemos gozarlo y usar de sus efectos. Esta es nuestra potestad. Y está a nuestro arbitrio gozar de esa dicha que llevamos en nuestra alma. Santo Tomás de Aquino dice: “Por la Gracia no sólo puede el alma usar libremente del don dado, sino gozar de la misma Persona divina”
El Espíritu Santo no vive en nosotros únicamente para poseernos por su dulce presencia y por su divina acción; vive también para ser poseído por nosotros, para ser nuestro. ¡Qué tan propio del amor es poseer como ser poseído! Es el don de Dios por excelencia, y el don, que es de quien lo da, se convierte en posesión de quien lo recibe. El don de Dios es nuestro don por el prodigio del estupendo amor de Dios. Aunque también se dice en los libros Santos que Dios nos dio a su hijo, el nombre de don tiene un sentido propio o particular del Espíritu Santo. Propio del amor es dar dones, pero su primer don, don por excelencia, es el amor mismo. El Espíritu Santo es el amor de Dios, por eso es el don de Dios. El don mismo de su hijo nos lo hizo Dios por amor, y por consiguiente aún ese don inenarrable es el primer Don, el Don por excelencia, el amor de Dios, el Espíritu Santo. Esta inefable intimidad la tiene el alma que está en gracia, con las tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad; más la primera intimidad es con el Espíritu Santo, porque es el primer don. No quiere decir esto que se pueda poseer una persona divina sin poseer las demás, pues son inseparables; pero, según el orden de apropiación, la razón de poseer al Padre y al Hijo es que poseemos al Espíritu Santo, que es el primer don de Dios. La posesión es el ideal del amor, la posesión mutua, perfecta e inadmisible. Dios al amarnos y permitir que le amáramos satisfizo divinamente esta exigencia del amor: quiso ser nuestro y que nosotros fuéramos suyos. Podemos gozarlo y usar de sus efectos. Esta es nuestra potestad. Y está a nuestro arbitrio gozar de esa dicha que llevamos en nuestra alma. Santo Tomás de Aquino dice: “Por la Gracia no sólo puede el alma usar libremente del don dado, sino gozar de la misma Persona divina”
Llama la atención la dulce familiaridad de los santos, la
confiada audacia con la que se acercan a Él. No tiene nada de extraño, lo
admirable, lo estupendo, es que Dios nos ame y que quiera ser por nosotros
amado. Sin duda que esa participación plena del Verbo y del Espíritu Santo que nos
hace conocer y amar íntimamente a Dios, es la santidad. Pero apenas la vida de
la gracia se inicia en las almas, Dios otorga sus dones y por lo tanto las
almas comienzan a gozar de Dios. Antes de que la vida espiritual llegue a la
madurez de la unión, posee el alma el Don de Dios, pero como quien posee un
tesoro cuyo valor desconoce y de cuyas ventajas no puede aún disfrutar
plenamente. Esa vida espiritual imperfecta es la vida común de la mayoría de
nosotros, no tiene aún plena conciencia ni plena posesión de sí misma: En el
amor terreno ¡Qué imperfecto, que inconsistente es esa posesión! ¡Hay sombras
tan espesas en el entendimiento! ¡Hay todavía tan grande mezcla de afectos en
el corazón! ¡Está el alma tan ligada las criaturas! Que ni sabe el alma lo que
posee, ni tiene la santa libertad de los hijos de Dios para batir sus alas y
elevarse al gozo de Dios. Esta es precisamente la obra del Espíritu Santo en
las almas: desarrollarlas hasta su santa madurez, hasta la plenitud dichosa.
Desarrollar ese germen de amor que Él mismo depositó en las almas. La vida
espiritual es la mutua posesión de Dios y del alma, que es esencialmente su
mutuo amor. Cuando el Espíritu Santo llega a poseer plenamente un alma y ésta
logra poseer plenamente el Don de Dios; esa es la unión, esa es la perfección,
esa es la santidad. Entonces Dios obra en el alma como se obra en lo que nos
pertenece por completo, y el alma goza de Dios, con la confianza, con la
libertad y con la dulce intimidad con que disponemos de lo nuestro.
1.5 El Ciclo Divino
Tal es el ciclo divino
de la santificación de las almas: nadie puede ir al Padre sino por Jesús; nadie
puede ir a Jesús sino por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo procede del
Padre. Este ciclo de amor se cierra en el seno inmenso del Padre, puesto das
las cosas encuentran su perfección cumplida cuando vuelven a su principio. Pero
este divino ciclo debe comenzar de nuevo, debe estar comenzando siempre y
consumándose, hasta el fin de los tiempos. Hasta que exista el último hombre,
al que Dios amará también y luchará por ganarlo para el cielo enviándole
también el Espíritu Santo.
Figura 1.-El Ciclo Divino para la
santificación de las almas. La flecha indica la dirección del ciclo. Nadie
llega a Jesús sino es a
través del Espíritu Santo. Nadie llega al Padre sino es a través de Dios hijo, el Espíritu
Santo es el primer don
del Padre que llega a nosotros, es el mismo Amor de Dios. Y así se cierra este círculo
virtuoso,que se
repite infinidad de veces, durante toda tu vida y hasta el fin de los tiempos (mientras haya
almas que salvar)
1.6 La moción del Espíritu Santo por los dones
La actividad del Espíritu Santo en nuestras almas es moción:
nos santifica moviendo, con la dulzura del amor y con la eficacia de la
omnipotencia, todas las actividades de nuestro ser. Solamente Él puede movernos
así, porque únicamente Él posee el sentido divino de tocar las fuentes de la
actividad humana sin que los actos dejen de ser vitales o sea SIN QUE DEJEN DE
SER LIBRES. La moción del Espíritu Santo que pretendemos estudiar, la que
realiza con sus dones, es algo especial, aún entre las mociones de orden
sobrenatural. En las demás, el Espíritu Santo ayuda a nuestra debilidad, pero
deja la dirección de los actos a nuestras facultades superiores: la razón
dirige, la voluntad ejercita. Pero en esta especialísima moción a la que nos
referimos, el Espíritu Santo toma, en lo más íntimo de nuestras almas, el lugar
que corresponde a lo más alto y más activo y se constituye en director del
alma, en plenitud de fuerza y sin alterar su libertad.
“Los que son movidos por el Espíritu Santo, éstos son los
hijos de Dios” dice el Apóstol San Pablo. Ahora bien, para que el Espíritu
Santo mueva a un alma necesita estar íntimamente unido a ella por la caridad.
Nos mueve porque nos ama, y es por nosotros amado, nos mueve en la medida de
nuestra mutua posesión. Se podría decir que su moción es una caricia del amor
infinito de Dios. Sin esta moción del Espíritu Santo es imposible conseguir la
salvación de nuestras almas y menos aún la perfección cristiana. Nuestra
salvación y nuestra perfección consisten en la reproducción fiel de Jesús en
nuestras almas. Pues bien, esta reproducción no la logrará jamás el discípulo
(nosotros), es necesario que la realice el Maestro (el Espíritu Santo). El
discípulo prepara el lienzo, dispone el mármol, pero sólo el Maestro puede
infundir lo rasgos finos de Jesús en el lienzo purísimo y en el mármol
inmaculado de la almas. Para cada uno de ellos Dios ha planeado diferentes
instrumentos. Así, para el discípulo son las virtudes y para el Maestro los
dones. Las virtudes son sin duda medios preciosos de santificación, pero son
nuestros medios. Los instrumentos del Espíritu Santo son sus dones. Las
virtudes son infundidas por Dios pero son utilizadas, manejadas por el hombre y
por lo tanto limitadas en cuanto a la obra maestra que es la santificación de
un alma. Los dones, en cambio, son utilizados por el Espíritu Santo redondeando
la obra maestra de nuestra santificación.
¡Oh! Los dones del Espíritu Santo han sido tan olvidados como
el mismo divino espíritu. Muchos piensan demasiado en la obra del hombre y
poco, muy poco, en la obra de Dios. Exaltan las virtudes, lo cual es justísimo;
PERO SE OLVIDAN DE LOS DONES, lo cual es torpeza e ingratitud. El recordarlo,
además, ayuda mucho a la humildad, pues nos hace ver que por buenos que seamos,
es obra principalmente del Espíritu Santo en nosotros y nuestro mérito es
insignificante.
1.7 La correspondencia del alma (la devoción al Espíritu
Santo)
¿Qué otra cosa deberá ser nuestra devoción al Espíritu Santo
sino la amorosa y constante cooperación con su divino influjo, con su obra
santificadora? Ser devoto del Espíritu Santo es abrir el alma para que la
habite, dilatar nuestro corazón para que lo unja en su caridad divina, poner en
sus manos el bloque informe de nuestras miserias para que forme en él la divina
imagen de Jesús. Todo cristiano es un templo del Espíritu Santo; todo cristiano
está consagrado a Él; y en este templo en el que Dios habita, no puede hacerse
otra cosa, sino lo que se hace en un templo: “Glorificar a Dios”. Si todo
cristiano es un templo consagrado al Espíritu de Dios, la consagración al
Espíritu Santo es la ratificación de las promesas del bautismo, al recibirnos
la Iglesia en su seno maternal. Sin embargo; aclaremos que la devoción al
Espíritu Santo no es algo diferente a la vida cristiana, es esa misma vida
tomada en serio, comprendida a fondo, practicada con sinceridad. Consiste en
conservar siempre limpio, siempre listo para que lo habite Dios, ese templo
dedicado al Señor. Ser devoto del Espíritu Santo es comprender la augusta
dignidad del cristiano, su misión santa, sus arduos deberes y ponerse en el
camino de la perfección cristiana. Finalmente la devoción al Espíritu Santo
debe ser total y para siempre. Nuestra intención debe ser así, aunque nuestra
flaqueza haga que fallemos posteriormente. Apartar de nuestro corazón los
ídolos falsos para dedicarlo sólo a Él. Y no solamente los ídolos falsos, sino
todos los afectos de nuestro corazón ajenos a Él. Es tan grande el Espíritu
Santo que solamente cabe en un corazón vacío. Y eso hay que hacerlo siempre,
todos los días. Siempre tener dispuesto nuestro corazón para recibir y dar el
amor de Dios y para recibir los dones del Espíritu Santo, siguiendo su divina
moción.
1.8.1 Aspectos generales
En el capítulo anterior expusimos la parte negativa de
nuestros deberes para con el Espíritu Santo, es decir, la necesidad de vaciar
nuestra alma para que el divino espíritu la llene. Ahora expondremos algo que
tiene que ver con la parte positiva, el ejercicio de las virtudes teologales.
No debemos olvidar que en la intimidad con Dios lo que el Espíritu Santo
comunica al alma, es algo divino que está por encima de todas las fuerzas
creadas y que requiere principios de actividad sobrenaturales y divinos. Aún
los mismos dones del Espíritu Santo que son superiores a las virtudes morales
infusas, no pueden por sí mismos, provocar esa intimidad con Dios, no pueden
tocar a Dios, sino que están al servicio de las virtudes teologales, superiores
a ellos, porque ellas tienen por objeto propio a Dios y por consiguiente tienen
el privilegio inefable de tocarlo. Sin duda que las virtudes teologales, para
realizar las operaciones más altas y admirables de la vida espiritual,
necesitan del precioso concurso de los dones; pero la esencia de la intimidad
del alma con Dios está en ejercicio de las virtudes teologales. La Fe son los
ojos que lo contemplan entre las sombras; la Esperanza son los brazos que lo
tocan y la Caridades el amor que se funde en inefable caricia con el amor
divino.
1.8.2 La Fe. Ahora bien la Fe, nos descubre siempre lo
divino, donde quiera que se encuentre, que nos hace mirar al huésped dulcísimo
del alma lo mismo entre las tinieblas de la desolación que entre la claridad
celestial del consuelo. Una Fe siempre precisa, siempre firme, siempre recta.
Nuestra devoción al Espíritu Santo debe pues fundarse en la Fe, que es la base
de la vida cristiana, la que realiza nuestra primera comunicación con Dios, la
que inicia nuestra intimidad con el Espíritu Santo. Sin duda que esta Fe es por
naturaleza imperfecta, y para corregir sus imperfecciones, sirven los dones
intelectuales del Espíritu Santo con los cuales la mirada de la Fe se va
haciendo más penetrante, más comprensiva, más divina y hasta más deliciosa.
1.8.3. La Esperanza. Por la virtud de la Esperanza tendemos
hacia Dios no con la incertidumbre y vaivén de las esperanzas humanas, sino con
la seguridad inquebrantable de quien se apoya en la fuerza amorosa de Dios. El
término de la esperanza está en la Patria (el Cielo), porque es la eterna y
plena posesión de Dios. De la firmeza con la que esperamos la vida eterna se
desprende, por legítima consecuencia, la firmeza con la que debemos esperar todos
los medios necesarios para alcanzar la felicidad eterna. No caminamos al azar
en nuestra vida. La Fe nos da el rumbo, la Esperanza nos permite vivir
confiados de alcanzarlo. El más peligroso obstáculo para alcanzar la perfección
cristiana es el desaliento, o sea la falta de esperanza. Es por eso que Santo
Tomás nos enseña que: “Aunque la desesperación no es el mayor de los pecados
(el odio o la infidelidad a Dios serían mucho más graves) si es el más
peligroso, pues por este no sólo se muere el alma, sino que se va al infierno”
8. Si la Fe nos da la intimidad con Dios y la Caridad nos
enriquece con su amor, la ESPERANZA nos pone en comunión con la fuerza del
altísimo y abre nuestra alma a todos los auxilios sobrenaturales de los cuales
el Espíritu Santo es fuente inagotable.
1.8.4 La Caridad El Espíritu Santo es el amor infinito y
personal de Dios hacia cada uno de nosotros. Y lo que busca y anhela es que
nosotros correspondamos a ese amor.
Para eso nos da la tercera virtud teologal: La Caridad. Para
corresponder a su amor. Precisamente, lo que Dios nos pide, lo que exige de
nosotros, lo que vino a buscar en la tierra, en medio de los dolores y miserias
de su vida mortal, fue nuestro amor. Sabía que a pesar de nuestras miserias,
podía encontrar almas capaces de amarlo y por lo tanto vino a obligarnos, con
los extremos de sus ternuras y con sus locuras de amor, a que lo amaramos. Ya
vimos que la devoción al Espíritu Santo es la posesión mutua. Así, es claro que
la Caridad está en el fondo de esta devoción. Por eso dice San Agustín “Ama et
quod vis fac” y por eso aquel verso de San Juan de La Cruz: “Mi alma se ha
empleado y todo mi caudal a su servicio: que ya no guardo ganado, ni tengo ya
otro oficio que sólo amarlo es mi ejercicio”.
Entonces, la caridad nos une y enlaza estrechamente con el
Espíritu Santo. Nos pone en contacto con la llamarada divina, con el foco del
fuego divino, con la fuente única de santidad.
1.9 Hacer caso a las inspiraciones del Espíritu Santo y abandonarse a Él:
Nuestras facultades
|
Don del Espíritu Santo
|
Objetivos del Don
|
Entendimiento
|
1.
Sabiduría
|
Juzgar las cosas divinas
|
2.
Entendimiento
|
Penetrar, entender lo divino.
|
|
3.
Ciencia
|
Juzgar a las criaturas.
|
|
4.
Consejo
|
Ordena y dispone nuestros actos.
|
|
Voluntad
|
5.
Piedad
|
Ordena la relación con los demás.
|
Parte inferior del alma(Instintos)
|
6.
Fortaleza
|
Quita el temor al peligro
|
7.
Temor a Dios
|
Modera concupiscencia
|
TABLA I.- Los objetivos de cada
uno de
los siete dones del
Espíritu Santo
y la facultad que
es beneficiada
por cada uno de
ellos.
1.9 Hacer caso a las inspiraciones del Espíritu Santo y abandonarse a Él:
Uno de los caracteres, pues, que debe tener el amor al
Espíritu Santo es esta intención solícita para escuchar su voz, para sentir sus
aspiraciones, para percibir hasta sus más delicados toques. Primero las almas
deben de luchar contra todos los ruidos que turban su silencio; desprenderse
valerosamente de todas las criaturas y los afectos, para que no turben el
recogimiento y la paz. Después, poco a poco, el amor va enseñoreándose del
corazón y esparciendo por todos lados su hondo e inalterable silencio. La voz
del Espíritu es suave; su moción delicadísima, y para percibirla el alma necesita de silencio y
paz.
Así como el amor humano, por la unión que produce en los que
se aman, hace que el uno identifique las intimidades del otro y adivine, en
cierta manera, sus ocultos sentimientos. Así el amor divino, produce ese
maravilloso sentido de lo divino que se muestra en las intuiciones de los
santos. Uno de los gozos más intensos y delicados del amor es precisamente ese
abandono a las disposiciones y a la acción del amado.
Esa dulce esclavitud que hace que el alma pierda su propia
soberanía para entregarse a la del amado. Amar es desaparecer, borrarse,
anonadarse, para que se realice nuestra transformación en el amado, para
fundirse en su magnífica unidad. Ese dulce abandono a todos los movimientos del
amor es, a mi juicio, el rasgo más característico de nuestro verdadero amor al
Espíritu Santo. Amar a este divino Espíritu es dejarnos arrastrar por Él, como
la pluma es arrastrada por el viento, como la rama seca se deja poseer por el
fuego; dejarnos animar por Él como las cuerdas de una lira maravillosa, la cual
toca sensible y magnífica mente por la inspiración del artista que la hace
vibrar. Los grados de ese abandono no son únicamente los grados del amor, sino
los grados de la perfección cristiana.
El alma que con divina perfección se abandonó al Espíritu
Santo como ninguna otra lo ha hecho, fue al alma de Jesucristo y nunca
comprenderemos a que abismos de dolor fue conducida por el Espíritu Santo. El
sacrificio del Calvario ha sido el supremo abandono al Espíritu Santo de alma
alguna. “Qui per Spiritum Sanctum semetipsumobtulit immaculatum Deo”.
1.10 El Espíritu Santo nos impulsa a realizar o aceptar la
voluntad del Padre.
Tres son las formas principales de la devoción a Dios Padre:
1. La adoración
2. El amor filial,
respetuoso y tierno
3. Cumplir siempre
su voluntad.
Esta fue la vida de Jesús: Adorar, amar y cumplir en todo la
voluntad del Padre. Las tres las hizo en forma abundantísima; sin embargo,
resalta de las tres su pasión por cumplir la voluntad de su Padre. Con sus
propios labios nos enseñó Jesús que vino sobre todo a cumplir la voluntad del
Padre
-“Descendí del Cielo no para hacer mi voluntad, sino para
hacer la voluntad de aquél que me envió”
-“Siempre hago lo que le es agradable”
-“Quien hiciere la voluntad de mi Padre que está en los
cielos, es mi hermano y mi hermana y mi madre”.
-“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo.”
Esa fue la forma de obrar de Cristo en la tierra. Y nosotros
debemos imitar a Jesús. Pero solamente el Espíritu Santo nos puede dar esa
hambre de hacer la voluntad de Dios Padre, porque esa hambre es amor y todo
amor verdadero viene del amor infinito de Dios. Solamente el Espíritu Santo
puede dar a las almas la participación de los íntimos sentimientos de Jesús.
Si pudiéramos formar una escala precisa y perfectamente
graduada de todas las formas de aceptación de la voluntad de Dios, desde la
resignación más dolorosa y penosa e imperfecta hasta el gozo purísimo de hacer
la voluntad de Dios, que consiste no sólo en gozarse de que se cumpla su
voluntad sino en el modo y disposición con la que lleva a cabo su voluntad, por
doloroso que fuera, tendríamos al mismo tiempo la escala de los distintos
grados de posesión por el Espíritu Santo de las almas.
Jesús nos descubrió el anhelo fundamental de su alma al enseñarnos
a decir:
“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”
Pero este deseo de Jesús no se realiza hasta que el Espíritu
Santo toma posesión de las almas.
1.11 La Cruz.
La cruz de Cristo es la clave de la obra grandiosa de Dios, el secreto de su unidad y belleza, el principio coordinador del mundo y de la historia, del tiempo y de la eternidad. Por eso el sueño amoroso de Jesús durante su vida mortal fue la Cruz y la anhelaba como se anhela la dicha, como se busca la plenitud. Como sólo su corazón de hombre-Dios podía anhelar el colmo de sus aspiraciones infinitas: graduada de todas las formas de aceptación de la voluntad de Dios, desde la resignación más dolorosa y penosa e imperfecta hasta el gozo purísimo de hacer la voluntad de Dios, que consiste no sólo en gozarse de que se cumpla su voluntad sino en el modo y disposición con la que lleva a cabo su voluntad, por doloroso que fuera, tendríamos al mismo tiempo la escala de los distintos grados de posesión por el Espíritu Santo de las almas. Jesús nos descubrió el anhelo fundamental de su alma al enseñarnos a decir:
La cruz de Cristo es la clave de la obra grandiosa de Dios, el secreto de su unidad y belleza, el principio coordinador del mundo y de la historia, del tiempo y de la eternidad. Por eso el sueño amoroso de Jesús durante su vida mortal fue la Cruz y la anhelaba como se anhela la dicha, como se busca la plenitud. Como sólo su corazón de hombre-Dios podía anhelar el colmo de sus aspiraciones infinitas: graduada de todas las formas de aceptación de la voluntad de Dios, desde la resignación más dolorosa y penosa e imperfecta hasta el gozo purísimo de hacer la voluntad de Dios, que consiste no sólo en gozarse de que se cumpla su voluntad sino en el modo y disposición con la que lleva a cabo su voluntad, por doloroso que fuera, tendríamos al mismo tiempo la escala de los distintos grados de posesión por el Espíritu Santo de las almas. Jesús nos descubrió el anhelo fundamental de su alma al enseñarnos a decir:
“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”
Pero este deseo de Jesús no se realiza hasta que el Espíritu
Santo toma posesión de las almas.
“¡Tengo sed de ser
bautizado con un bautismo de sangre y cómo me siento apremiado hasta que se realice”
.
El sacrificio de la Cruz fue la perfecta glorificación del
Padre, el supremo acto de amor hacia Él, y el perfecto cumplimiento de su
voluntad. Jesús perpetuó de dos maneras su sacrificio en la tierra: en la Eucaristía
y en las almas.
Por eso el centro del culto católico es la Misa (que es la devoción del hijo al Padre en el Espíritu
Santo). Y el centro de la vida cristiana
es la participación mística del sacrificio de Jesús en cada alma. Sí, me
atreveré a decir lo siguiente: Hay una Misa íntima y espiritual que cada alma
debe celebrar en su interior como participación del Sacerdocio Regio del que
nos habla el apóstol San Pedro
Toda alma debe aspirar al martirio, debe tener la cruz
como el centro de su vida y la meta de sus aspiraciones. El Espíritu Santo va,
poco a poco, encendiendo en las almas un amor ardiente y apasionado al
sufrimiento.
El cristiano no aprende a amar el dolor, lo ama sólo cuando
lo ve transfigurado en amor. Y esa transfiguración de dolor en amor solamente
la ha hecho Jesús en la Cruz. Por ello para amar la Cruz es indispensable ver
en ella a Jesús, sentir la dulce y fuerte atracción que ejerce sobre los
corazones.
“Cuando fuere levantado de la tierra atraeré a Mi todas las
cosas”
Y así surgen aparentes grandes contradicciones: Nada hay
en el hombre abandonado a si mismo que aborrezca tanto como el dolor, y nada
hay que ame tan apasionadamente como el dolor cuando queman sus entrañas el
fuego del Espíritu Santo. ¿Locura? Sin duda, pero locura divina. La locura de
un Dios enamorado que quiso morir por el hombre y que dejó en la tierra el
dulce germen de esa locura sublime. ¡Almas que habéis recibido la revelación de
la Cruz y sentís en lo íntimo de vuestras entrañas la sed insaciable y
torturante de sufrir; no vayáis a otras fuentes a beber el licor divino, sino sumergíos
en el océano de amor infinito y bebed a raudales el amor y el dolor, saciaos y
sentid que del fondo de vuestra saciedad renace más ardiente la sed divina. ¡Al
Espíritu Santo, poseedlo y dejad que os posea, y vuestro amor será fecundo y vuestro
dolor será divino! Así pues, el Espíritu Santo con su luz divina nos enseña el misterio
de la Cruz y con su fuego nos enseña a amarla y con su fortaleza y unción nos
hace partícipes del sacrificio de Jesús Revelándonos al Padre nos revela el
misterio de la Cruz, y por la participación de ella nos hace glorificar, al
Padre.
1.12 Recapitulación o resumen sobre la Parte I, la verdadera
devoción al Espíritu Santo.
Nuestro pensamiento principal ha sido exhortar a las almas
para que le den al Espíritu Santo, en la vida espiritual, el lugar que le corresponde
según las enseñanzas dogmáticas. No es este divino Espíritu una ayuda poderosa
y eficaz pero accidental y secundaria para la perfección; sino que es el Santificador
de las almas, la fuente de todas las gracias y el centro de la vida espiritual.
Por tanto, la devoción al Espíritu Santo es algo esencial y profundo que deben
comprender y vivir todas las almas y más especialmente aquellas que buscan la perfección.
El Espíritu Santo es huésped dulcísimo del alma. Es su íntimo y verdadero
director. Es el don de Dios por excelencia y el primer don. Es la fuente de
todos los otros dones. Su obra santificadora es la de formar a las almas como
Jesús, hacerlas parecerse lo más posible a Jesús, realizando de esta suerte en
ellas el ideal del Padre. El Espíritu Santo toma posesión en el alma sin tomar
en cuenta la voluntad de ésta, por eso es un don. Más para el resultado de su
acción requiere siempre de la cooperación del alma. Cuanto más intensa sea su
cooperación, más perfectas serán las operaciones en el alma. Esta constante y
amorosa cooperación con Él es lo que se considera la verdadera devoción al
Espíritu Santo. Esa entrega al Espíritu Santo debe ser total, definitiva y perpetua,
una verdadera consagración. Nuestra alma debe arrojar de sí todos los afectos
terrenos y todos los ídolos falsos para permitir que el Paráclito inunde en forma
total nuestro corazón. Las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad, tiene
un mayor peso para nuestra santificación que los dones del Espíritu Santo pues
son virtudes sobrenaturales que relacionan directamente a las almas con su
Creador. Sin embargo; hay un efecto sinérgico entre ambas. Así, la Fe nos
descubre al Espíritu Santo, la Esperanza nos pone en comunión con su fuerza
divina, más la Caridad es la que nos enlaza íntimamente con Él y nos funde, por
así decirlo, en estrecho abrazo. El amor que tiene por término al Espíritu
Santo es un amor de docilidad suavísima, de entrega plena, de perfecto
abandono, es un amor por el cual el alma se deja poseer y se entrega con amorosa
fidelidad a la acción del director divino.
Esa docilidad exige silencio para escuchar la voz del
Espíritu.
Pureza para comprender el sentido de sus palabras,
Abandono para dejarse llevar por Él y espíritu de sacrificio ya
que siempre la paloma tiende a volar hacia la cruz. Pero dejarse poseer no es la fórmula
completa. Este amor pide también poseer al mismo Espíritu porque es el Don de
Dios. Por ello todo el amor al Espíritu Santo se encierra en esta fórmula: poseerlo
y dejarse poseer por Él.
Los amorosos designios del Espíritu Santo en la santificación
de las almas, aunque muy diversos –porque cada alma es, en cierta manera, única
en su camino y en su misión- tienen todos unidad divina, porque el Espíritu
Santo trata siempre de que cada alma se vaya modelando para parecerse a Jesús y
así complacer al Padre. La devoción al Espíritu Santo está muy entrelazada con
las devociones al Verbo y al Padre. Por el hijo vamos al Padre y por el
Espíritu Santo al hijo y el Espíritu Santo proviene del Padre. (el ciclo
divino). Es por lo tanto natural que la devoción al Espíritu Santo esté más
ligada a la devoción al Verbo. Y estas dos devociones encuentran su
coronamiento en la devoción al Padre. La devoción al Padre se caracteriza por
tres cosas: una profunda adoración, un amor filial tiernísimo y un anhelo
vehemente de cumplir con su voluntad. Así amó Jesús al Padre aquí en la tierra y
así debemos amarlo nosotros. Estas tres formas de devoción al Padre llevan a la
cumbre del Calvario, porque la excelsa forma de devoción al Padre fue la Cruz.
Es por consiguiente la Cruz -símbolo supremo de amor y de dolor- la consumación
de la devoción al Padre, al hijo y al Espíritu Santo, y por lo tanto de la vida
cristiana y de la perfección. La consumación del amor en la tierra se realiza
en la Cruz. En el Cielo, se consuma, en el Seno de Dios.
Parte II
LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU SANTO.
Sabiduría,
Entendimiento, Ciencia, Consejo, Piedad, Fortaleza y Temor de Dios.
2.1 Aspectos generales.
Sabemos bien que aun cuando todas las obras exteriores las realizan
las tres Divinas Personas; sin embargo, con fundamento en la Escritura y la
tradición, los teólogos apropian a cada una de Ellas aquellas operaciones que
por sus características son más propias de aquella Divina Persona. De esta
manera al Padre se le atribuye la creación, al Hijo, la redención y al Espíritu
Santo la santificación de las almas. ¡Si pudiéramos contemplar esta obra
maravillosa de la santificación de las almas! Me atrevo a decir que esa operación
es la obra maestra del Espíritu Santo en la Tierra. Es verdad que la obra
maestra del Espíritu Santo es Jesús: pero la santificación de nuestras almas
¿no es la prolongación y el complemento de la obra del Paráclito en Jesucristo?
El misterio de Cristo abarca la multitud inmensa de las almas que son miembros
del Cuerpo Místico de Jesús. Por eso me atrevo a afirmar que la obra
santificadora del Espíritu Santo es su obra maestra, porque es el complemento
de la obra que Él realizó en Jesucristo. En esta obra maestra del Espíritu
Santo queremos ahora considerar los dones del Paráclito, tratar de ellos es
tratar de la parte más fina y exquisita de la obra de santificación. Debo antes
decir que el Espíritu Santo tiene dos formas de santificarnos: una,
ayudándonos, impulsándonos, dirigiéndonos, de tal manera que nosotros seguimos
teniendo la dirección de nuestra propia obra. La otra, cuando toma la dirección
de nuestros actos. Una comparación nos ayudará a comprender mejor lo anterior. Imaginemos
un pintor genial que quiere realizar su obra maestra. Permite que sus
discípulos más aventajados preparen la tela y los colores y aún que pinten
algunas partes no esenciales. Pero cuando llega a la parte más fina, allí donde
va a revelarse su genio, Él sólo traza los rasgos finísimos de su obra maravillosa.
Así, el Espíritu Santo dirige esa obra genial y quiere que le ayudemos, pero
llega un momento en que de una manera personal pone los rasgos geniales de esa
imagen divina. Para ello utiliza pinceles o instrumentos especiales que son sus
siete dones. Nosotros tenemos también nuestros instrumentos que son las virtudes,
las cuales recibimos junto con la gracia. Con ellas vamos destruyendo poco a
poco al hombre viejo y trazando nuestro hombre nuevo al ir forzando nuestra
imagen para que se parezca a Jesús, Pero llega un momento en el que Él toma directamente
las riendas del potro salvaje en el que a veces nos convertimos y para ello
utiliza como riendas los dones del Espíritu Santo. Los dones del Espíritu Santo
son receptores divinos para captar las inspiraciones del Espíritu Santo. Y esas
inspiraciones no son sólo acústicas, sino que también producen mociones en
nuestra alma. Santo Tomás de Aquino nos enseña que para alcanzar la salvación
de las almas son indispensables los dones del Espíritu Santo. No son por
consiguiente, los dones, carismas extraordinarios que reciben los santos, no,
son algo que todos tenemos y llevamos dentro en nuestro corazón. Ahora bien,
¿Cómo se desarrollan en nosotros los dones del Espíritu Santo? ¿Qué debemos
hacer para que alcancen su pleno desarrollo? Tres cosas debemos hacer: a.-
Acrecentar en nuestros corazones la caridad. Porque la raíz de los dones es la
caridad. Cuando se ama se tienen intuiciones para descubrir las intenciones y
deseos de la persona amada. b.- Desarrollar en nosotros las virtudes. Por medio
de las virtudes infusas (infundidas por Dios) podemos ir perfeccionando
nuestras facultades. Y a medida que las virtudes crecen se está preparado el
camino para que el Espíritu Santo venga con sus dones a realizar la obra santificadora.
c.- Ser dóciles a las inspiraciones divinas. Nuestro corazón debe estar en
silencio, atento a lo que dice, dócil para seguir las inspiraciones divinas.
Cuanto más recibamos y sigamos esas inspiraciones, más se irán perfeccionando
en nosotros los receptores misteriosos que son los dones del Espíritu Santo. Ahora
abordemos un panorama general de los dones del Espíritu Santo antes de
referirnos directamente a cada uno. A grandes rasgos podemos contemplar el
conjunto de nuestras facultades. Por encima de todas ellas está el
“entendimiento”. Es la facultad más alta que poseemos. La que nos hace semejantes
a los ángeles, la que pone en nuestras almas un rasgo de la imagen de Dios. Por
el don de Entendimiento, penetramos en las verdades divinas y para juzgar esas
verdades tenemos otros tres dones: el de Sabiduría, que juzga las cosas
divinas; el de Ciencia que juzga a las criaturas; el de Consejo que arregla y
dispone nuestros propios actos. Respecto a nuestra facultad de “voluntad”
tenemos un don, el de Piedad, que tiene por objeto arreglar y disponer nuestras
relaciones con los demás. Parecería que Dios dejo débil esta parte de la
voluntad, con un solo don, siendo que la voluntad es la facultad que sigue al
entendimiento, pero no, Dios no se equivoca. Resulta que las virtudes
teologales de la Esperanza y la Caridad, tienen una gran operación en la
voluntad. Estas dos virtudes son superiores a los dones, y pueden al mismo
tiempo tener función de virtud y de don y por lo tanto pueden ser utilizadas
como don por el Espíritu Santo o sea sin la participación de nuestra voluntad. Finalmente
para dominar la parte inferior de nuestra alma, hay dos dones: la Fortaleza y
el Temor de Dios. El primero nos quita el temor al peligro y el segundo modera
los ímpetus desordenados de nuestra concupiscencia. Así, desde la cúspide de
nuestro espíritu, hasta la porción inferior de nuestro ser, el Espíritu Santo
tiene sus dones para comunicarse con todo el mundo interior que llevamos en nosotros,
para poder inspirar y mover nuestros actos humanos. Es conveniente ahora, que
en los próximos capítulos, vayamos desmenuzando al detalle cada don. Haremos la
revisión en orden ascendente*
Tal parecería que el Espíritu Santo dejó débil a la voluntad,
con sólo un don, siendo que es la facultad que le sigue al entendimiento, para
conseguir la salvación. Resulta que las virtudes teologales de la Esperanza y
Caridad, tienen una gran operación en la voluntad. Estas dos virtudes son
superiores a los dones y así tienen funciones de virtud y de don y por lo
tanto, pueden ser utilizadas como don por el Espíritu Santo o sea sin nuestro
consentimiento.
2.2 El don del Temor de Dios
Nuestras Facultades
Don del Espíritu Santo Objetivos del Don ENTENDIMIENTO 1.-
Sabiduría Juzgar las cosas divinas 2.-Entendimiento Penetrar, entender lo divino
3.- Ciencia juzga a las criaturas 4.- Consejo Ordena y dispone nuestros actos VOLUNTAD*
5.-Piedad Ordena la relación con los demás PARTE INFERIOR DEL ALMA (instintos) 6.-
Fortaleza Quita el temor al peligro 7.- Temor de Dios Modera nuestra concupiscencia
A primera vista parece extraño que haya un don de Temor; por ventura
¿No todos los dones tienen por raíz la caridad? ¿Y no dice la Sagrada Escritura
que el amor perfecto excluye el temor? Para comprenderlo es necesario recordar
que existen varios tipos de temores: Hay un temor que nos aleja del pecado,
pero que es demasiado imperfecto: es el temor servil. El cual consiste en el
temor exclusivamente al castigo. Este tipo de temor no está comprendido en este
don. Hay otro temor que es el llamado filial. Este temor filial corresponde a
una repugnancia que siente el alma por alejarse de Dios. Este temor nace del
amor a Dios. La Santa Escritura nos muestra muchos pasajes en que el Temor de
Dios es el principio de la sabiduría. El temor servil puede ser útil al alma
pues la detiene en la cuesta del pecado y la predispone para el temor filial. El
don del Temor de Dios filial corresponde con las virtudes de humildad y de
templanza, pues por un lado nos hace darnos cuenta de nuestra realidad de
pecadores y por el otro nos hace controlar nuestros instintos dispuestos
siempre a agradarnos. Los dones también tienen grados conforme a la perfección
que van produciendo. Así, el primer grado del Temor de Dios produce horror al
pecado y fuerzas para vencer las tentaciones. El 2° grado además de alejarse
del pecado produce una adherencia a Dios, El 3er grado este don produce un
efecto maravilloso, el amor a la pobreza y el desprendimiento de las cosas. Por
ello se relacionas con la 1ª bienaventuranza¨
2.3 Don de Fortaleza
Para que podamos superar las dificultades y eludir los
peligros, Nuestro Señor ha provisto dándonos un conjunto de virtudes que se
agrupan en torno de la virtud cardinal de la Fortaleza. Son la paciencia, la
perseverancia, la fidelidad, la magnanimidad, etc. todo un grupo de virtudes
que, como un ejército en orden de batalla, está en nosotros para fortificarnos,
para alentarnos.
Pero este grupo de virtudes sobrenaturales, aunque eficacísimas,
no son suficientes para que podamos superar las dificultades; porque las
virtudes, por más que sean sobrenaturales, tienen nuestro sello, tienen el modo
humano, y nuestro espíritu, estrecho y limitado, el cual es muy débil. De
manera que, para alcanzar la salvación de las almas, no basta la virtud de la
fortaleza, con sus virtudes anexas, se necesita un don, un Don del Espíritu
Santo, que lleva el mismo nombre de la virtud: el don de Fortaleza. Así, bajo
la moción del Espíritu Santo, la pobre criatura se reviste de la fortaleza de
Dios y como que desaparece nuestra debilidad, como que tenemos la fuerza de
Dios en propiedad. Y no solamente por el don de Fortaleza tenemos la firmeza necesaria
para superar todas las dificultades y eludir todos los peligros, sino que el
Paráclito infunde en nuestras almas una confianza grande, una seguridad que
produce en nuestras almas la paz. Gracias a Dios todos los bautizados tenemos
este don, mientras estemos en estado de gracia. También hay grados en el don de
la Fortaleza. En el 1° podemos realizar todo lo que sea necesario para
salvarnos. En el 2°nuestra firmeza llega a tal grado que no hacemos solamente
lo necesario sino más operaciones que recomienda el buen consejo, para
glorificar a Dios. y en el 3° nos eleva por encima de toda criatura en fuerza
para combatir y nos hace superarnos a nosotros mismos, colocándonos en el seno
de Dios, donde reina una paz inalterable.
2.4 El don de Piedad.
El don de Piedad unifica de una manera admirable, todas las relaciones
que tenemos con los demás, las guía, las hace más profundas y más perfectas. El
don de Piedad no valora lo que se le debe a Dios, sino que el Espíritu Santo, a
través de este don, desarrolla en nuestros corazones un afecto filial a Dios y así,
por ser sus hijos, nos ocupamos de su honor y gloria. ¿Comprendemos la
diferencia entre la virtud de religión y el Don de Piedad? La virtud de
religión ve a Dios como soberano y el don de Piedad lo ve como Padre. Y se
distingue claramente de la virtud de Caridad. Ya que ésta nos hace amar a Dios
en Sí mismo, mientras que el Don de Piedad hace velar por su honor. Cuando San
Ignacio tomó por lema “AD MAIOREM DEI GLORIAM” fue sin duda una moción del
Espíritu Santo a través del don de Piedad. Los grados de este don de Piedad
también son tres. En el 1° El alma se comunica generosamente con los demás. En
el 2°grado la generosidad se incrementa dando no lo que te sobra, sino de las
cosas necesarias para uno. En el 3° grado se entrega sin reservas a los demás,
se da a si misma por los demás. Hemos visto hasta aquí los tres primeros dones
del Espíritu Santo. Los dos primeros, el
Don de temor de Dios y el Don de Fortaleza, rigen nuestra sensibilidad, el 3°
(el Don de Piedad) dispone nuestra voluntad para que tengamos dignas y santas relaciones
con los demás. Ahora, en el siguiente inciso, empezaremos a hablar de los
cuatro dones intelectuales.
2.5 Los dones intelectuales.
Los cuatro dones del Espíritu Santo que nos faltan analizar
son los cuatro dones intelectuales. Esos cuatro dones tienen por fin
perfeccionar nuestra inteligencia e introducirnos profundamente en el
conocimiento sobre-natural. A primera vista llama la atención que la mayor
parte de los dones sean intelectuales; pero comprenderemos el motivo de ello si
nos damos cuenta de la importancia que tiene la inteligencia en nuestras vidas.
Antes de hablar de cada uno de ellos, debo señalar los caracteres generales de
estos dones intelectuales. En primer lugar todos los dones intelectuales se
fundan sobre la Fe. En Segundo: el que más ama más conoce. ¿Cuántos ha habido ignorantes
que, sin embargo, hablan de las cosas espirituales y divinas mejor que los
letrados? Es que aman y del fondo de su amor procede su conocimiento. Tercero:
En el conocimiento que producen en nuestro espíritu, los dones del Espíritu
Santo, no hay discurso, sino intuición. El discurso es algo humano. Las
intuiciones tienen algo angélico o´ más bien, algo divino, ya que por el
conocimiento de los dones se tienen intuiciones. Esta es la profunda
explicación de los dones intelectuales; estos dones nos dan un conocimiento
dulcísimo de las cosas divinas ¿Por qué? Porque las almas que poseen ese conocimiento
aman y de las profundidades del amor, brota la luz, una luz esplendida, una luz
celestial.
2.6 El don de Consejo
Hay en nuestra inteligencia una forma de actividad profundamente
práctica. Nosotros, para hacer una acción realizamos un proceso mental con el
fin de examinar con cuidado, no sólo su conveniencia, sino su oportunidad y
todas las circunstancias en las cuales nos encontramos. Para eso, para poder
determinar con exactitud lo que en cada caso en particular debe hacerse, hay en
el orden natural, la prudencia, y en el orden sobrenatural la virtud infusa y
cardinal de la prudencia. Pero la virtud de la prudencia, al igual que vemos en
todas las demás virtudes, no es suficiente para poder santificarnos. Es por
ello que Dios nos ha dado por medio del Espíritu Santo el don de Consejo. La
prudencia es regida por la razón, el don de Consejo por el Espíritu Santo. La
prudencia es utilizada por nosotros no siempre en el momento conveniente. El
consejo siempre será dado por el Espíritu Santo en forma oportunísima.
Finalmente, veamos la tercera diferencia: la norma de la virtud de la prudencia
es la recta razón iluminada por la Fe. En cambio, la norma del don de Consejo
es divina, es la norma de Dios Si queremos un ejemplo viviente de lo que es el
hombre regido por el don de Consejo, allí tenemos a San Francisco de Sales, el santo
de la discreción. Él tomó como lema la fórmula de la Prudencia: “Ni más, ni
menos”. Pero para poder llegar a ser el santo de la discreción, tengamos por
cierto que no bastó la prudencia humana, fue necesaria una prudencia superior,
el donde Consejo. Los tres grados del don de Consejo son los siguientes:
1°. El hombre acierta con rapidez en hacer todo lo que es la voluntad
de Dios.
2°. Lo hace no solamente en las cosas necesarias de la vida
en el orden espiritual, sino también en las cosas de consejo, en las cosas
convenientes y útiles pero no obligatorias. 3°. El hombre como que se levanta
de la tierra y vive en un mundo superior. Su consejo en todos los casos es
atinadísimo. ¿No es verdad que una de las más grandes miserias de esta vida,
son nuestras incertidumbres? Dichosos los hombres que son conducido por la vida
por el Espíritu Santo por medio del don de Consejo, porque van bajo la sombra
de sus alas caminando por los senderos de la vida que han de llevarlas a la dulce
eternidad.
2.7 El don de Ciencia
Hay una ciencia a nivel natural, que es muy útil al hombre y
que la da todo su caudal intelectual. Hay otra ciencia a nivel sobrenatural que
es la teología. -mitad divina y mitad humana-pero ninguna de estas dos es el
don del Espíritu Santo. El don de Ciencia es la ciencia de los santos. Este don
nos hace comprender divinamente a las criaturas para que por medio de ellas nos
podamos elevar a Dios. La ciencia es discursiva, pasa de una verdad a otra, el
don de Ciencia es intuitivo, intuye los enlaces misteriosos que unen a las
almas y sobre todo, intuye el enlace principal entre las almas y su Creador. ¡Cuántas
veces las criaturas nos seducen y nos alejan de nuestro camino, del camino
recto y seguro hacia el cielo. Nos enseñan, esas criaturas a ser vanidosos, a
mentir, y así, al vivir entre ellas, el placer nos envilece, el honor nos
embriaga y los bienes materiales nos encadenan. Por el don de Ciencia podemos
identificar todo esto que no hace bien al alma para apartarnos de ello. Pero si
es verdad que hay vanidad en las criaturas, también es cierto que puede haber
en ellas, un destello divino. En cada objeto del mundo hay el reflejo de su
creación por Dios. Por ello cuando Dios contempló su creación vio “que todas
eran buenas”
Después de su conversión San Francisco de Asís miró de una manera
nueva todas las criaturas Recordemos sus expresiones: La hermana agua, el
hermano sol, el hermano fuego, el hermano lobo. Y les pedía que callaran porque
para él eran ensordecedores sus gritos de alabanza a Dios. Pero veamos un grado
superlativo de este don de Ciencia, las almas que lo poseen ven el sufrimiento
y las humillaciones de una manera nueva. ¿Y cómo explicar ese amor a las humillaciones
y al sufrimiento? ¡Ah! Es que a la luz del don de Ciencia el sacrificio y la
humillación tienen un sentido divino y sobrenatural. Están muy lejos de la
vanidad, y al mismo tiempo contienen de una manera copiosa y opulenta el
destello de lo divino. Por el sufrimiento y la humillación nos asemejamos a
Jesucristo y nada hay sobre la tierra tan divina como todo lo que atañe a
Jesucristo y nos asemeja a Él.
2.8 El don de
Entendimiento
El don de Entendimiento sirve para penetrar en las verdades sobrenaturales
y leer en lo profundo de ellas. Para lograr lo anterior no es suficiente la Fe,
ya que ésta consigue que creamos pero no penetra en esas verdades. Esta es la
obra que realiza el don de Entendimiento: El Espíritu Santo nos mueve para que
penetremos en las honduras de todas las verdades sobrenaturales. Pero también
este don nos sirve para conocernos hondamente y vislumbrar la profundidad de
nuestra miseria. Cuando una pieza está a media luz nos podemos hacer la ilusión
de que está limpia; pero cuando se ilumina con una luz muy intensa, se ve
claramente, el estado de limpieza en el que realmente se encuentra. A este don
corresponde aquella bienaventuranza:
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”
La limpieza del corazón y la paz del alma que de ella emana,
son como fruto y premio del don de Entendimiento. Pero cuidado, el don de
Entendimiento puede dejar al alma en profunda desolación con el fin de limpiar
los ojos del alma, para que pueda un día mirar a Dios.
La forma más sencilla de pedir a Dios que nos mande o nos permita
utilizar adecuadamente el don de Entendimiento es decir simplemente:¡Señor, que
yo vea!
2.9 El don de Sabiduría.
El don de la Sabiduría abarca todos los conocimientos sobrenaturales
y los coordina en Dios. Este don es el superior de todos los dones, inclusive
del don de Entendimiento. Brota de la caridad y conduce a ella. Tiene una importancia
capital en la contemplación sobrenatural. Y es por ello, que produce en
nosotros la semejanza más perfecta con Jesucristo. Recordemos aquella frase de
San Pablo: “Nosotros, contemplando a cara descubierta la gloria de Dios, nos
vamos transformando en su misma imagen de claridad en claridad”.
Esta serie de claridades por las cuales se va el alma transformando
en Jesucristo. Es el proceso del don de la Sabiduría, cuando el alma alcanza su
perfecto desarrollo, el alma adquiere la imagen de Jesús. También debo hace
notar la relación de el don de Sabiduría, con la séptima bienaventuranza. Esta
dice:
“Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán hijos de
Dios”.
Esta paz la produce el don de la sabiduría. Es una paz que
está por encima de toda paz humana. Las almas que poseen en su perfección el
don de Sabiduría, son los pacíficos y ellos son los hijos de Dios, porque
tienen la imagen más perfecta que se ha grabado en los hijos de Dios. Los
grados de este don también son tres: 1° Adherirnos a Dios. Logrando tener un
juicio recto y una rectitud sobrenatural para juzgar las cosas divinas. 2°. En
el segundo grado llegamos a tener un gusto especial de las cosas divinas. 3°.
Mientras que en el tercer grado, el don de la Sabiduría nos hace conocer los
tesoros del dolor y nos hace sentir un vivísimo
deseo de él. A la luz del don de sabiduría, ¡Es tan bella la Cruz! ¡Es tan
dulce el dolor! Que, donde está el dolor está la Cruz y en donde está la Cruz
está el amor y donde está el amor está la perfecta alegría, la felicidad
eterna. En los altos grados del don de Sabiduría, las almas viven como una vida
celestial. Ya no quieren ver las cosas de la tierra. Ya todo lo ven en relación
a la futura Patria. Esas almas comienzan a contemplar desde esta vida algo de
Dios; miran todas las cosas con los ojos del amado y contemplan el universo
desde la excelsa atalaya de la divinidad.
PARTE III
Los dones del Espíritu Santo
|
Rango
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Efecto Especifico
|
Efecto según nivel de perfección del alma
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Virtudes con las que se interrelacionan
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1° grado
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2° grado
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3° grado
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||||
Sabiduría
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1
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Juzga las cosas divinas
|
Adherencia Dios, juicios rectos
|
Gusto especial a las cosas divinas
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Comienza a ver algo de Dios
|
Fe, piedad, prudencia y justicia.
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Entendimiento
|
2
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Penetra las verdades divinas
|
Se comprenden armonías bellísimas
espirituales
|
Nos conocemos profundamente a nosotros
mismos
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Conocimiento más hondo de los misterios
divinos y la visión de Dios
|
La razón del entendimiento natural
|
Ciencia
|
3
|
Juzga a las criaturas
|
Se nos revela la vanidad de las cosas
|
Mirar de manera nueva todas las
criaturas
|
Amor al sufrimiento y a la humillación
|
Ciencia natural sobrenatural y teología
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Consejo
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4
|
Arregla y dispone
|
Acierta en hacer la voluntad de Dios
|
Acierta a las cosas graves y en los
comunes
|
Mundo superior
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Prudencia (virtud)
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Piedad
|
5
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Mejor relación con el prójimo
|
Se es generoso con todos
|
Se es generoso y desprendido
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Entrega de sí mismo
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Virtud de religión y caridad
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Fortaleza
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6
|
Quita el temor al peligro
|
Fuerzas para salvarse
|
Fuerzas para hacer más
|
Le da una gran paz interior
|
Virtud cardinal de Fortaleza
|
Temor de Dios
|
7
|
Modera los instintos desordenados
|
El alma se aleja del pecado
|
Evita las irreverencias a Dios
|
Pobreza, desprendimiento
|
Humildad y prudencia
|
TABLA II “los siete dones del Espíritu
Santo, sus efectos y sus
relaciones con
las virtudes”
Caridad, Gozo, Paz, Paciencia, Longanimidad, Bondad,
Benignidad, Mansedumbre, Fe (Lealtad), Modestia, Continencia y Castidad
3.1 Aspectos generales.
En la “secuencia” de la Misa de Pentecostés, se le llama al Espíritu
Santo “Consolator optime” (Consolador óptimo). También se le llama “el
Paráclito consolador” El Espíritu Santo es consolador porque Él es el amor
infinito. La vida cristiana es un reflejo de la vida de Jesús. Nuestro Señor nunca
escondió ni su alegría ni sus dolores o tristezas. Todos le vieron llorar. Así,
los hijos de Dios tenemos durante toda nuestra vida dolores y alegrías. Bueno
pues la alegría envolviendo al dolor, la alegría que brota del fondo del dolor
es el consuelo que vierte el Espíritu Santo en las almas. Parece absurda la
expresión de este consuelo: es el gozo en el dolor. ¿Pero cómo puede suceder
esto? Ya lo dije antes: por el amor. ¡Maravilloso es el amor! Es el único que
puede encontrar gozo en el sufrimiento. Cualquiera que lleva en el alma un amor
sincero, profundo, verdadero, ¿no siente
delicioso sufrir por la persona amada? El dolor es la más perfecta donación de
nosotros mismos. En la tierra, la fórmula del perfecto amor es ésta: “te amo
hasta la muerte” “te amo hasta el dolor” Y el Espíritu Santo, el amor infinito,
nos enseña este secreto divino: el gozo en el sufrimiento. Quizá no alcancemos
a comprender esta sublime doctrina, pero miles de santos la testifican, el
dolor con alegría y no cualquier alegría sino la perfecta alegría. Tales son
los consuelos que nos da el Espíritu Santo. Nos da el consuelo de la libertad
(no estar atado a las criaturas), de la unión (con Dios), de la esperanza (en
todo lo que Dios nos ha prometido) y finalmente el consuelo que hemos revisado,
el consuelo del dolor. Con la Gracia, las virtudes y los dones tenemos todo lo necesario
para vivir cristianamente y salvarnos. Más cuando esa semilla (las gracias, las
virtudes y los dones) alcanzan cierta madurez aquí en la tierra, Dios dispuso,
por su generosidad infinita, que empecemos a tener un poco de cielo en esta
vida ya sí, se nos dan los frutos del Espíritu Santo. El fruto del Espíritu
Santo es una operación sobrenatural que, procediendo de un alma que ha llegado
a cierta madurez espiritual, produce una dulzura y una suavidad celestial. No
se requiere de la perfección absoluta para recibir los frutos del Espíritu
Santo. Los frutos se encuentran en todas las etapas de la vida espiritual, pero
a cada etapa de ese camino espiritual corresponden los frutos, como veremos después.
No olvidemos que la obra del Espíritu Santo en nosotros es una obra de orden.
Dios actúa en nosotros mediante una obra admirable de orden y de armonía. Pero
esta obra va poco apoco. Dios es paciente. Y así, cuando nuestras relaciones
con los demás hombres se ajustan a la justicia, a la caridad, al orden,
entonces, como fruto aparecen los consuelos divinos. Cuando llegamos a unificar
nuestros afectos, a purificar nuestro corazón y a ordenar nuestra alma, vienen
los consuelos más finos a deleitar el corazón. Porque Dios es sapientísimo,
infinitamente bueno, nos ama con un amor divino y nos va conduciendo con una
energía maravillosa pero también con una suavidad exquisita, por tortuosos
senderos hasta que lleguemos a la Patria (el Cielo),en donde ya no necesitaremos
consuelos, porque allí brillará para siempre el sol espléndido de la alegría
celestial.
3.2 La Caridad, el Gozo(Satisfacción) y la Paz. Primero,
segundo y tercer fruto del Espíritu Santo
El Espíritu Santo derrama en nuestros corazones un amor nuevo,
celestial y divino: la Caridad. La Caridad es la reina de las virtudes y es
imagen del Espíritu Santo. El que tiene caridad tiene ya la capacidad de amar a
Dios y tiene la raíz de esos consuelos y suavidades dulcísimas que la caridad
produce en las almas; pero necesita ejercitar esa virtud hasta cierto grado de
madurez. Tal es el primer fruto del Paráclito, la Caridad que está íntimamente
conexo con la virtud de la caridad y corresponde al consuelo, a la suavidad que
la caridad produce en el alma cuando llega a cierta madurez. Todo el que ama
cuando encuentra al ser amado, cuando lo posee, goza. Así, cuando por la
caridad, la unión con Dios ha llegado a cierta madurez, entonces produce este
fruto del Espíritu Santo: el Gozo. Pudiéramos decir que en cada uno de los
grados de amor hay un matiz de gozo, porque el pobre amor humano es así, necesita
crecer lentamente. No es como el amor de Dios, el cual es un incendio divino e
infinito. Y por consiguiente, en cada grado de amor, cuando éste ha llegado a la
relativa madurez, el alma siente el gozo de pose era Dios, un gozo exquisito,
que es el segundo fruto del Espíritu Santo. El tercer fruto va lógicamente
enlazado con el segundo. Santo Tomás enseña que la Paz es la perfección del
gozo. Jesucristo le decía a sus apóstoles la víspera de su pasión:
“Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y
vuestro gozo sea pleno”
La paz no solamente aquieta el alma respecto a las cosas exteriores,
sino que ordena maravillosamente sus afectos y los unifica. Por eso también la
Paz es el complemento perfecto del gozo. Por estos tres primeros frutos: la
Caridad, el Gozo y la paz, Dios ordena nuestra alma respecto a los bienes. En
los dos frutos siguientes la Paciencia y la Longanimidad, Dios ordena el alma respecto
a los males como veremos en el capítulo siguiente.
3.3 Paciencia y Longanimidad (Resignación). Cuarto y quinto
fruto.
Estos dos frutos del Espíritu Santo, la Paciencia y la Longanimidad,
son los frutos del dolor, son los consuelos íntimos, que Dios nos da para que
podamos sufrir y para que podamos esperar. La Paciencia es la fortaleza para el
sufrimiento, la serenidad para el dolor. Y esa virtud o conjunto de virtudes,
que nos hacen capaces de enfrentarnos con los males y soportar los dolores, se
convierten para nosotros, por medio del fruto de paciencia, en fuentes de
consuelos: es algo delicioso y sublime sufrir por amor. Así el Espíritu Santo
nos regala un nuevo fruto, la Paciencia en medio de nuestras luchas, de
nuestras adversidades. En cambio la Longanimidad se refiere o consiste en saber
esperar y aún encontrar una satisfacción íntima, un arca no deleite en las
“tardanzas de Dios“. Por eso encuentran un gozo secreto en esperar, porque
saben que Él da el tiempo necesario para madurar las cosas del alma. En esta
vida es preciso sufrir y esperar. Para soportar lo primero Dios nos da el fruto
de la Paciencia y para bien esperar nos da la Longanimidad. Es preciso esperar,
pero la espera puede ser muy dolorosa porque el deseo es vivo. De ahí el verso de
Santa Teresa de Jesús: “Vivo sin vivir en mí
Y tan alta vida espero Que muero porque no muero”.
3.4 Bondad, Benignidad (Generosidad), Mansedumbre (Docilidad,
obediencia, humildad) , y Fe. Sexto, séptimo, octavo y noveno frutos.
Nuestra vida activa tiene dos áreas principales de desempeño con
nuestro prójimo y con las cosas inferiores. En este capítulo nos enfocaremos al
trato con el prójimo. La vida humana, no es una vida de aislamiento, sino una
vida en sociedad. Dios nos hizo nacer en medio de una familia. Nos colocó en
una sociedad y, entonces, nosotros necesitamos forzosamente convivir con
nuestros hermanos, con nuestro prójimo. Santo Tomás nos enseña que es más
eficaz alcanzar la santidad si nos ponemos en contacto con los demás que recluirnos
en la soledad. Así que es preciso que el Espíritu Santo con su luz, con su fuego
y con su acción, venga a ordenar nuestros corazones, para saber convivir con
nuestro prójimo. Disponemos de dos auxilios recibidos en nuestro bautismo para hacerle
frente a estas relaciones con el prójimo: la Justicia (virtud cardinal) y la
Piedad, don del Espíritu Santo. Hay dos frutos del Paráclito, que se relacionan
directamente con esta lucha por tener buenas relaciones con el prójimo. La Bondad
y la Benignidad. La Bondad es el anhelo de hacer el bien a todos. La Benignidad
es la ejecución generosa de ese deseo. Quizá a primera vista no comprendamos
como puede encontrarse gozo y consuelo en esas obras arduas de caridad. Querer
hacer el bien o hacerlo siempre nos da una satisfacción, tanto en el orden
natural y sobre todo en el sobrenatural. Así dijo N.S. Jesucristo:
“El que da un vaso de agua a un pobre no quedará sin
recompensa”
No solamente quedará recompensado en la vida eterna, sino que
será también recompensado aquí en la tierra con consuelos celestiales, con los
frutos exquisitos de la Bondad y la Benignidad. Pero también necesitamos frutos
especiales contra los males que forzosamente vamos a encontrar en nuestro trato
con los hombres. Contra la ira necesitamos la Mansedumbre. Sí, esa virtud tan difícil
que es la Mansedumbre, pues casi siempre nos parecen justificados nuestros
momentos de ira. Pues la Mansedumbre, esa virtud tan difícil, tiene su premio
desde aquí en la tierra, tiene sus goces exquisitos, la dulzura de ser mansos,
de ganarla tierra no por el ruido de las armas, no por el peso de la violencia,
sino por la dulzura y mansedumbre. Hay un último fruto de la vida activa, la
Fe. La palabra fe, tiene dos acepciones o sentidos. La tradicional, o sea la
credibilidad 0 que damos a una verdad. Pero también significa fidelidad. O sea
ser fieles, leales, rectos, sinceros, veraces, en nuestro trato con el prójimo.
Ahí está el último toque de Dios en nuestras relaciones con los hombres. Debes
querer hacerles el bien, hacerles el bien, con dulzura y con lealtad. Y a esa
lealtad corresponde también un consuelo o fruto del Espíritu Santo: el gozo de
ser leales, el gozo de ser fieles, de ser sinceros y veraces. El cristiano
tiene mucho que sufrir, pero también tiene mucho que gozar.
3.5 Modestia, Continencia (Abstinencia, moderación) y
Castidad, el décimo, décimo primero y décimo segundo, frutos del Espíritu Santo.
Las tres concupiscencias que tenemos (concupiscencias de la carne,
concupiscencias de los ojos y soberbia de la vida) son las huellas profundas
que el pecado original dejó en nuestra alma. Estas nos inclinan a deseos
desordenados de placeres, de honores y de riquezas, son las que nos hacen que
no podamos usar modestamente de las criaturas. Según los designios de Dios, las
criaturas deben ser escalas para ir al Cielo. El pecado las ha convertido en
amos crueles que nos esclavizan. Es indispensable, entonces, que usemos ordenadamente
de esas criaturas. Para ello Dios nos ha dado las virtudes de la templanza, el
donde el Temor de Dios, el don de Ciencia. Y así, las almas luchando con esas
armas logran poner orden en sus acciones. Donde quiera que hay un orden, hay un
gozo celestial. Y a este gozo corresponden los últimos tres frutos del Espíritu
Santo: Modestia, Continencia y Castidad. La Modestia es el orden en las cosas
exteriores, como la mirada, el vestido, el porte, las formas, etc.; mientras
que la Continencia y Castidad son el orden en las cosas interiores o íntimas,
nuestras pasiones. A primera vista nos cuesta trabajo comprender que gozos se pueden
obtener de ordenar estos aspectos, de ejercer esas virtudes. Pero analizándolo
bien sí que los hay. El gozo de la libertad, el gozo de una santa soberanía
sobre nuestro cuerpo. Por ejemplo, cuando se ordena nuestro ser, recobramos
nuestra libertad y nuestra soberanía y el Espíritu Santo infunde en nosotros
los consuelos correspondientes.
3.6 Conclusión de los frutos del Espíritu Santo
De trecho en trecho, a la vera del camino, se levantan los árboles
fecundos que producen los frutos divinos del Espíritu Santo. Primero se
encuentran, en la parte inferior del alma, los frutos que acabamos de revisar.
La Castidad, la Continencia y la Modestia, después en la parte media del alma,
en la relación con los demás, se encuentran la Bondad, la Benignidad, la Mansedumbre
y la Lealtad (Fe) y en la parte superior del alma, la Paz, el Gozo y la
Caridad, que son los frutos del amor, y los frutos de Paciencia y Longanimidad,
que son los correspondientes al dolor. Esos gozos divinos del Espíritu Santo,
al mismo tiempo que son consuelos que fortifican el alma son también como
brisas de la Patria celestial que llegan al destierro para orear nuestra mente
y embalsamar nuestro espíritu con el perfume exquisito del cielo
FRUTO
|
RANGO
|
CONSUELO ESPECIFICO
|
NIVEL DE ACCION Y ORDEN DEL
ALMA
|
CARIDAD
|
1
|
Gozo, delectación especifica
|
Parte superior del alma. Orden del alma respecto al amor.
|
GOZO
|
2
|
Dicho y Gozo
|
|
PAZ
|
3
|
Paz exquisita y sobrenatural
|
|
PACIENCIA
|
4
|
Gozo en el dolor
|
Orden del alma respecto a los males
|
LONGANIMIDAD
|
5
|
Gozo en esperar
|
|
BONDAD
|
6
|
Satisfacción por anhelar ser bondadoso
|
Orden del alma respecto a las relaciones con los demás en cuanto a
sus bienes
|
BENIGNIDAD
|
7
|
Satisfacción por ser bondadoso
|
|
MANSEDUMBRE
|
8
|
Gozo por controlar la ira, dulzura por ser manso
|
Orden del alma respecto a las relaciones con los demás en cuanto a
sus males
|
LEALTAD (FE)
|
9
|
Gozo por ser leal y fiel con las criaturas
|
|
MODESTIA
|
10
|
Gozo por ser modesto (exterior)
|
Parte inferior del alma. Ordenar nuestras relaciones con las
criaturas inferiores ; riquezas, placeres, honores, etc.
|
CONTINENCIA
|
11
|
Gozo por ser libre de las criaturas
|
|
CASTIDAD
|
12
|
Gozo por ser soberano del cuerpo (interior)
|
TABLA III LOS DOCE FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO: CONSUELO
ESPECÍFICO YNIVEL DE ACCIÓN
Parte IV
4.1 Aspectos generales:
Las bienaventuranzas son también frutos del Espíritu Santo, pero
son los frutos más exquisitos. Suponen la perfección; son algo excelso que
solamente se desarrolla en las cumbres de la vida espiritual. Las
bienaventuranzas son el fruto más perfecto que pueden producir las virtudes y
los dones. Las bienaventuranzas son fruto, pero no todo fruto es
bienaventuranza. Las bienaventuranzas son los frutos de las alturas, son los
frutos que reciben las almas que llegan a la perfección. Ellas fueron dichas o
predicadas por N.S. Jesucristo en el sermón de la montaña; ahí nos mostró la
escala de la dicha, el secreto de la felicidad porque para eso vino al mundo,
para que fuéramos felices. Llegamos, entonces, a las últimas cumbres de la perfección
y de la felicidad. ¡Qué lejos se mira la tierra desde esas alturas! ¡Qué
próximo el Cielo! Así se consuma el misterio de la felicidad. A estas siete
cumbres se llega por el ejercicio de las virtudes. Pero sobre todo por la
operación de los dones del Espíritu Santo. A la jerarquía de los dones
corresponde la jerarquía de las bienaventuranzas: Al don Temor de Dios
corresponde la bienaventuranza del desprendimiento, al de piedad, la de la
dulzura, al de ciencia, la de las lágrimas; al del consejo, la de misericordia,
al de entendimiento, la de la luz, y al don de sabiduría la bienaventuranza del
amor. Los dones son las raíces, las bienaventuranzas son los frutos suavísimos
de los cuales se goza a la sombra del amado. La octava bienaventuranza, que es
la del dolor y el martirio, es el resumen y la consumación de todas. El dolor
es en la tierra, la última palabra del amor, así como la última palabra del
Cielo es el gozo eterno. ¡Las bienaventuranzas son la marcha triunfal del amor!
¡Una gama riquísima de su divina armonía!
4.2 Primera bienaventuranza:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es
el reino de los cielos”
Aunque son ocho las bienaventuranzas, realizan una sola perfección.
Como un rayo de luz blanca en que se funden los siete colores, así se funden
los colores de todas las virtudes y de todos los dones para formar una luz
celestial. Cada una de las bienaventuranzas expresa la perfección, pero con su
propio matiz, y forman todas ellas una escala para subir a Dios. En la base de
esta divina escala, está el desprendimiento de las cosas terrenas que tiene
como principio el temor de Dios y como premio el reino de los Cielos y en
consecuencia la posesión de los bienes celestiales. La pobreza de espíritu,
según Santo Tomás de Aquino, es el desprendimiento total y voluntario de los
bienes exteriores, honores y riquezas. Jesucristo enseñó muchas veces la
necesidad de este desprendimiento para alcanzar la perfección:
“Si quieres ser
perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres y ven y
sígueme”
La mayor parte de los hombres, como el joven del
Evangelio, vuelven las espaldas al Señor. ¡Se apegan tanto a las cosas terrenas!
Cierran las puertas de su alma a la felicidad que ansían. Y todo por no
despegarse de cosas efímeras. Los bienes temporales, las cosas temporales
pueden ayudarnos a ir al Cielo, pero también estorbarnos. Para ser felices
necesitamos ser libres y el santo desprendimiento es el primer grito de
libertad de las almas: Bienaventurados los pobres de espíritu. La pobreza de
espíritu es el amor que inicia su obra de despojo. El amor de Jesús en la Cruz
es prodigio de desnudez y abismo de riquezas. Para alcanzar el amor de Jesús es
preciso despojarse de todo.
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es
el reino de los cielos”
4.3 Segunda Bienaventuranza
“Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra”
Primero se transforma el hombre de iracundo a manso, con una
gran mansedumbre, de la que habla la segunda bienaventuranza. La pobreza de
espíritu la prepara puesto que ciega la fuente más abundante de la ira:
Sosegada el ansia de poseer, el alma está dispuesta para la tranquilidad de la
mansedumbre. El alma que tiende a la ira, utiliza los dones del Espíritu Santo.
Así, usa de los dones de Ciencia y Consejo para orientarse en lo que debe
hacer. Utiliza también la fortaleza para vencer su carácter irascible. Y
finalmente usa del don de Piedad para trocar en dulzuras sus asperezas. A
quienes tan perfecta mansedumbre alcanzan, Jesucristo les ofrece como
recompensa que poseerán la tierra. Se refiere sin duda a la tierra de los
vivientes de que habla tantas veces la Escritura, que la tierra de los que
mueren sería premio harto exiguo para quien ha merecido en la primera bienaventuranza
el reino de los cielos. ¿Qué significa esta posesión de la Tierra? El premio de
las santas obras, el tesoro que beatifica al justo es uno solo: Dios. Pero
siendo este premio infinito, se va poseyendo por grados que crecen
indefinidamente sin que se agoten jamás. Solamente Dios que es infinito puede
agotar, si vale esta palabra, la infinita plenitud de su propia felicidad. Cada
premio de las bienaventuranzas contiene el divino tesoro en grados diversos y
bajo aspectos múltiples que corresponden a los méritos. La idea de posesión
encierra los caracteres de tranquilidad y de firmeza; poseer la tierra es gozar
pacífica y sólidamente de los bienes eternos. Los hombres luchan y se entregan
a los excesos de la ira para asegurar la posesión de los bienes terrenos. El
Maestro nos enseña que por la fuerza de la dulzura alcanzarán las almas la
posesión de los bienes eternos. La plenitud de esa posesión es el cielo; pero
desde la tierra se inicia la recompensa de la mansedumbre.
4.4 Tercera bienaventuranza“
Bienaventurados los que lloran porque serán consolados”
La tercera bienaventuranza se caracteriza por la luminosa explosión
del Don de Ciencia. Bajo el influjo de este Don el alma logra una nueva visión
de la vida, descubre el sentido profundo de las cosas terrenas, su fondo aparece
desnudo ante sus ojos atónitos; y al bañarse de luz, siéntese conmovido hasta
lo más profundo de su ser y llora, llora por mucho tiempo sin poderlo remediar.
Estas lágrimas, cristalinas como la luz, amargas como el dolor y suaves como
mensajeras del amor, producen en ella el milagro del consuelo. ¡Benditas
lágrimas que en su corriente suave arrastran los restos de la vida terrenal!
¡Lágrimas fecundas, que caen sobre la tumba del hombre viejo, como cayeron las
de Cristo en la tumba hedionda de Lázaro y que realizan, como las de Cristo, el
prodigio de que brote la vida del fondo de la muerte! ¡Dichosos los que lloran
por la santa desilusión de las cosas humanas!
¡Serán consolados! El consuelo de las lágrimas es el presentimiento y como el preludio
del gozo eterno. Y este consuelo fundamental alienta a los justos en el combate
de la vida y, a las veces, hace olvidar las miserias del destierro y les da
fortaleza para trabajar sin cansarse, para sufrir sin desfallecer, con los ojos
y el corazón fijos, en aquel paraíso, cuya sustancia penetran por la fe, cuya
posesión tocan ya por la esperanza y cuyo gozo comienzan a saborear por el
amor.
4.5 Cuarta bienaventuranza
“Bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia,
porque serán saciados”
Tienen hambre y sed.
Es una forma de expresar la vehemencia de su deseo. Justicia se entiende en el
sentido del trabajo realizado para dar gloria a Dios. Así, el alma apurada por
el aguijón del amor, cuya medida es no tener medida, busca con impaciente ardor
la justicia, la cual anhela sin medir sus fuerzas porque cuenta con la fuerza de
Dios. El origen de esta audacia asombrosa es el Don de Fortaleza. A la
confianza en el divino poder que produce el Don de Fortaleza se añade el don de
Piedad que nos hace mirar a Dios como Padre y al prójimo como a nuestros
hermanos y el fuego de la caridad se enciende en nuestros deseos y se acrecienta
nuestra audacia. Serán saciadas: Esto llega cuando todos los trabajos emprendidos
por la justicia y el honor de Dios, florecen y dan su fruto. Las almas serán
saciadas, las almas están saciadas. Aunque la saciedad completa no es de esta
vida. Sin embargo, podemos decir que María, la incomparable Madre de Dios es un
alma saciada de justicia, es la saciedad plena, la armonía consumada y canta
con acentos inspirados, las glorias de Dios. Bueno, pues en pos de su Reina van
todas las almas generosas que a costa de rudos trabajos y torturantes deseos logran
la saciedad de justicia en su jardín interior, henchido de serenidad y armonía.
4.6 Quinta Bienaventuranza:
“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos conseguirán
misericordia“
Consumada la obra divina de la justicia, quédale al alma un pendiente,
si así puedo expresarme, más divina aún: la obra de misericordia. Es humano
hacer nuestras las miserias de los que amamos; pero es divino amar aún a los
enemigos. Es humano compadecernos de ciertas debilidades humanas: un niño enfermo,
una doncella mancillada o una madre que llora por un mal hijo; pero inclinarnos
a las miserias que aparecen sin velos tales como: corregir con dulzura al que
yerra, perdonar las injurias por grandes que hayan sido, o sufrir con paciencia
las flaquezas de los demás, lo repele el corazón humano, es más propio del
corazón de Dios. Dios es misericordioso porque es infinito, nosotros somos egoístas
porque somos limitados. Hay una justicia humana y otra Divina; no hay más que
una misericordia divina, que por imitación se refleja en los hombres. En su
incomprensible miseria de amor el alma iluminada por el don de Consejo
comprendió que solamente la misericordia puede atraer misericordia. Para
aliviar las miserias extrañas el alma se olvida de sí misma, pero hay unos ojos
que la miran: los ojos de Dios. Y entonces Él, viendo la misericordia que
emplea con sus hermanos, paga al 100 por 1 dando a esa alma mucho más misericordia
de la que ha dado. Esa Alma misericordiosa pidió misericordia y esa alma sintió
que unas manos muy delicadas la tomaban y la levantaban como a un niño
pequeñito, y lo subían muy alto, hacia la cumbre, sin merecerlo, y desde esa
cumbre veía una luz inmensamente clara, era el mismo Dios que ansioso le esperaba.
4.7 Sexta Bienaventuranza.
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a
Dios”.
La santa Escritura dice que “Dios es luz” y la Iglesia clama para
exaltar al Verbo, “Luz de Luz” y llama al Espíritu Santo “Luz felicísima”. Para que las almas se bañen
en luz, para que sean luz, necesitan purificarse. “Erais en otros tiempos
tinieblas, ahora sois luz del Señor” dice San Pablo. Y para transformar las almas
en la imagen de Dios, deben subir de pureza en pureza, aquilatándose más y más.
Dice San Pablo Por eso la sexta bienaventuranza tiene por premio la luz, porque
tiene por mérito la pureza y tiempo es ya de que el alma, brille como un sol
transparente de pureza, la pureza de la mente y la pureza de la inteligencia.
Así lo expresa Santo Tomás aclarando que limpieza del corazón no es sólo de las
pasiones, sino limpieza de los errores contra la fe y las buenas costumbres. Y
San Agustín antes lo había dicho: La sexta operación del Espíritu Santo, que es
el entendimiento, conviene a los limpios de corazón. Así conviene que los limpios
de corazón tengan también una purificación intelectual. Cuanto más se limpia
los ojos del alma, más se va llenado de luz celestial.
4.8 Séptima Bienaventuranza.
“Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos
de Dios”.
Las cosas de la tierra no son el fin ni el descanso de
nuestro corazón y aunque lo atraen, porque llevan un reflejo divino, no lo sacian
ni lo pacifican. ¡Si los hombres conocieran el amor de Dios! Sabrían que
después de pasar los años en pobres amores, nos vamos a extasiar en un amor
verdadero, excelso e inmortal, el amor de Dios. Pero la vida sigue la ley
ineludible de toda vida terrena. Tiene flujo y reflujo. Como un océano se
acerca e introduce en las grietas de las grandes rocas en la costa, así se
acerca el alma al amado; pero al igual que el océano, en un segundo movimiento,
sale de las grietas y se aleja con la resaca, dejando ver la playa y dejando,
también, al alma con un Inmenso vacío y una honda herida de amor.
La séptima bienaventuranza ES LA CUMBRE DEL AMOR. El don de
entendimiento acrecentó sin medida la caridad. Ahora con el don de Sabiduría
surge una nueva luz en la tierra. EL don de Sabiduría rige, en cierta manera,
todos los dones; al igual que la caridad rige todas las virtudes. Desde la primera
bienaventuranza fue necesario el don de Sabiduría que dirige al don de Temor de
Dios, principal don que influye en ésta; hasta la séptima bienaventuranza, en
la que juega el papel principal siendo como es, el faro espléndido e indispensable
para la contemplación.
Las santas almas que logran convertirse en la imagen fiel de
Jesucristo serán llamadas hijas de Dios. Pero para que esto suceda a las almas
les falta una cosa: morir. Siempre el sufrimiento y la muerte es lo que
condiciona el triunfo final, como en el calvario, como sucedió en la Cruz.
4.9 Octava Bienaventuranza
“Bienaventurados los que sufren persecución por la Justicia, porque
de ellos es el reino de los cielos.”
Más alto que las siete cumbres que hemos contemplado solamente
hay una, el calvario, porque en ella está Jesús crucificado, divino modelo de
perfección y tipo incomparable de felicidad. La fórmula de la santidad, tal
como aparece en la cumbre de la séptima bienaventuranza es esta: ser santo es
ser Jesús. Es preciso completarla en esta octava bienaventuranza: ser santo es
ser Jesús Crucificado. Estar como Él, desnudo, llagado, ultrajado, crucificado.
Ser santo es ser víctima, es ofrecerse como sacrificio de adoración. Pero es
también ser altar y sacerdote. Por eso en la octava bienaventuranza que es la
de la persecución, la Cruz, es la consumación de todas las demás. En ella
convergen como los ríos en el océano, todas las virtudes y dones del Espíritu
Santo. Su Cruz es el prototipo de la felicidad, porque es el prototipo de la
perfección, y en esta Cruz se encierran todos los méritos de las
bienaventuranzas. La fórmula de la perfecta alegría es aquella frase de San Pablo
que nadie, sino Jesús, comprende totalmente: “Por el Espíritu Santo se ofreció
a sí mismo, inmaculado, a Dios”
Su Cruz debe ser
nuestra Cruz, en ella cabemos todos. Cuando lleguemos al calvario, subamos a la
Cruz de Cristo, que nuestras almas, estremeciéndose de dolor, empezarán casi al
mismo tiempo, a gozar de la felicidad, de la perfecta alegría.
LAS BIENAVENTURANZAS
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RANGO
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ASOCIACION CON VIRTUDES,
DONES Y FRUTOS
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Bienaventurados los que sufren
persecución por la justicia porque de ellos es el reino de los cielos
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1°
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Es la cumbre más alta: El Calvario. Ahí
Dios hijo utilizó todas las virtudes, todos los Dones y recibió los consuelos
de todos los frutos y de todas las bienaventuranzas.
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Bienaventurados los pacíficos porque
ellos serán llamados hijos de Dios
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2°
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Paciencia, Paz, Caridad
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Sabiduría
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Paz
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Bienaventurados los limpios del corazón
porque ellos verán a Dios
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3°
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Pureza, Castidad
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Entendimiento
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Gozo, Caridad
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Bienaventurados los misericordiosos
porque ellos conseguirán misericordia
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4°
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Humildad, Fe, Caridad, Esperanza
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Ciencia, Fortaleza
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Caridad
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Bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia porque ellos serán saciados
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5°
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Caridad, Justicia, Caridad
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Consejo, Fortaleza, Lealtad
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Gozo, Paz, Caridad
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Bienaventurados los que lloran porque
ellos serán consolados
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6°
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Humildad
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Piedad
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Gozo, Paz
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Bienaventurados los mansos porque ellos
poseerán la tierra
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7°
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Esperanza, Caridad, Prudencia
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Fortaleza, Consejo, Piedad
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Mansedumbre, lealtad
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Bienaventurados los pobres de espíritu porque
de ellos es el reino de los cielos
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8°
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Esperanza y Caridad
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Temor de Dios
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Continencia y Castidad
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TABLA IV.
LAS OCHO BIENAVENTURANZAS Y SU
ASOCIACIÓN CON LAS OTRAS GRACIAS DEL ESPÍRITU SANTO
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